Instituto Miguel Cané


Aika
20.17

Amanece, son las 6 am y los primeros rayos del sol se asoman. El cielo se tiñe de colores, la alondra da su primer canto, dos enamorados se abrazan. En la clínica del centro está naciendo un niño, un anciano entrega su vida al pasado, una persiana se abre, un joven prepara el desayuno, mientras su amigo toma el colectivo y aquella mujer sube al avión, mi despertador suena y despierto. Un día más en este mes que nos encuadra. Que rápido pasó todo, ¿no? cuántas cosas hemos vivido, cuánto tiempo
hemos pasado...
Desde que fuimos concebidos hemos transcurrido nueve meses en el útero materno, nacimos en un determinado horario, comemos cada dos horas, nos bañamos una vez al día, a los cinco años estamos en preescolar y a los dieciocho somos únicos responsables de nuestras acciones calculamos la velocidad en kilómetros por hora, y cuánto tardamos en llegar al trabajo, la hora del té y hasta el pulso depende del tiempo.
Las agujas del reloj controlan detenidamente cada minuto de nuestras vidas.
Observarlo, sentirlo pasar, tocarlo... en definitiva ¿qué es el tiempo? Si nos remitimos a la definición no es más que la dimensión física que representa la sucesión de estados por los que pasa la materia o bien a un período determinado durante el que se realiza una acción o se desarrolla un acontecimiento. Pero hablamos de ganarlo, perderlo, ahorrarlo, atesorarlo...
A dónde van las palabras, a dónde van las miradas, en dónde se archivan los recuerdos,en dónde quedaron las historias que inventaba de niño, los cuentos que creamos antes de dormir, en donde se esconde el reflejo del espejo, el cantar de los pájaros, los abrazos, las risas, las carcajadas, las angustias, los miedos, el aroma del café de la mañana, el color del amanecer.
El presente se diluye. Como un pantallazo intangible que se nos escurren entre los dedos. Pensarnos finitos, ambiguos, superfluos resulta abrumante.
El tiempo avanza inexorablemente entre las percepciones individuales, escribiendo rizomas presentes, que se desdibujan al instante para escribirse como recuerdos pasados, y el futuro se rige en las penumbras de la incertidumbre en donde nada es definitivo y cada uno lo construye de una manera distinta, desde una mirada propia e intransferible.
Mirarse, mirarnos es casi como reconstruirnos, reformularnos... crearnos como auténticos en ese instante en el que definimos nuestra realidad. Una realidad aparente, que depende tanto de nuestra perspectiva como de nuestra historia, una
imagen concebida desde nuestro encuadre.
El hombre no es sin su contexto en su espacio temporal.
Suspendido en las miradas, como retazos congelados en el olvido y rescatados por fragmentos recortados al azar, las miradas recorren fraccionando la realidad en segmentos según sus propósitos personales. Rara vez contempladas por dos
personas del mismo modo.
No alterna, no roza, percibe su entorno tomando su intelecto como otro y un requerimiento de seguridades inexistentes que nominan con certeza el mero fragmento vislumbrado como una realidad objetiva. Pierde en el ocaso el color real de las cosas, redescubriendo una y mil veces que la llamada realidad es solo un pequeño encuadre del entorno palpable, en el instante en que la luz iluminaba de esa manera aquella cosa. Solo en ese instante será así, ya que al momento siguiente el encuadre es otro, el color varía, la materia se mueve y la sensación se readapta a la nueva situación.
Dependemos del tiempo y del espacio, de la manera de iluminar las cosas... de la percepción y el objetivo, de los antecedentes y las previsiones, de la sensación temporal pasada inmediata que modifica la futura en relación con la nueva imagen
adquirida.
Así el arte es una mirada del tiempo, un recorrido entre las pupilas de los artistas que representaron su época. Interpretando la realidad con la sutileza, fortaleza y certezas de su propia mirada en ese tiempo que lo convoca para gestar su obra desde
lo más íntimo de sí.